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DUALISMO.
Por fuera, nos espera el mundo, la sociedad, y sus convenciones, y el cuerpo sus experiencias. Los hechos. Por dentro, más aguarda el espíritu, siempre fugitivohacía el interior, como si tuviera pudor de mostrarse, inaprensible; subjetividad retraída, conciencia sin entidad, exterior a si misma que se agota en la pura contemplación de su objetivos.
El espíritu nunca se muestra directamente. Se equivocó Descartes - sino como un eco confundido con el arte de conocer, de amar o de rechaza lo que no soy yo; sobre todo el tú, mi interlocutor. Con el yo está siempre incluido el tú – tiene razón Sastre- : si no existiera un “tú” con quien hablar ¿tendría yo conciencia de mi “yo”?. |
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EL DIOS PROHIBIDO
El dominio de la vista es el dominio de lo que sabemos por nosotros mismoa; el domio del oído es el dominio de lo que nos dice otro: El dominio de la fe religiosa es el dominio de lo que nos dice Dios, que es “ el otro “ por excelencia y por “excedencia”, porque Es el que Es realmente y porque nos excede infinitamente.
A un ser así lo necesitamos para descansar, para transferir nuestras preocupaciones, para hacerle responder de nuestro destino.
Poe eso, si no salen bien las cosas, tendemos a hacerle un sitio en nuestras conciencias y en nuestra amistad; si nos van mal, nos quejamos a Él o ponemos en duda su existencia o su providencia. Peor tanto una como otra actitud son actos de fe radical , explicita o implícita. Y la mentalidad actual para eludir esa referencia inevitable se acoge a la consigna subliminal del silencio, de la ignorancia de Dios, a la terrible soledad del hombre, que anuncio Nietzsche: pensar, hablar y actuar como si Dios no existiera _ ateísmo virtual-. ¿Prohibido hablar de Dios! Es un dogma de la sociedad anti dogmática. |
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ESPERANZA.
La esperanza es una virtud totalmente necesaria al peregrino, que endulzará el camino; pues el viajero que se halla fatigado en el viaje, sobrellevará su trabajo en espera de llegar al término. Quítale la esperanza de llegar y al punto se quebrarán sus fuerzas.
S. Agustín, Sermón 158,8 |